Estoy leyendo tu “Ilustrísimos señores”, ¿sabes? Y a medida que paso las páginas y leo las cartas siento una gran emoción, una inmensa alegría y un enorme agradecimiento. Y también unas tremendas ganas de emularte y de dirigirte hoy a ti una carta. Además te escribo el día de la solemnidad de Todos los Santos… Luego te diré.
Una muerte imposible
¿Y qué contarte ahora, Ilustrísimo señor, querido y efímero Papa de la sonrisa? Bueno, te podría decir, en primer lugar, que nos diste un gran disgusto cuando nos abandonaste, tendido en el lecho, sonriente, y en espera del alba. Yo no me lo podía creer al día siguiente.
-- “¿Cómo que se ha muerto el Papa? Eso fue el mes pasado”, le dije a mi madre cuando al levantarme me dio la noticia.
Sí, tú muerte me parecía imposible, absurda. Incluso pensé que cómo Dios había podido tolerarlo. Ya sabes: cuando las cosas no salen como nosotros queremos, le preguntamos a Dios los por qué.
Y es que eras apenas Pedro, apenas una esperanza, apenas una sonrisa, apenas un mes, apenas unas cuantas alocuciones y catequesis –eso sí, sobre todo, catequesis: se te veía madera de extraordinario catequista-, apenas, apenas… y ya habías logrado cautivarnos a todos.
Tu historia en el pontificado estaba empezando a escribirse con trazos de esperanza, de sencillez y de alegría. Nos las prometíamos felices. Pero tú te fuiste, casi, casi como llegaste: quedamente, de sorpresa, de puntillas y con una sonrisa a flor de labios que iluminaba –cuenta- tu rostro y ponía alegría y alegría en el corazón de los hombres en medio de la desolación.
Un gorrión en la última rama del árbol
Se nos había muerto el Papa de la sonrisa. El Papa que escribía a Pinocho y a Jesús; el Papa que habló de que Dios es padre y madre a la vez; el Papa que decía de sí mismo que era como un pobre gorrión que, en la última rama del árbol, no hace más que piar, diciendo algún que otro pensamiento sobre temas complejísimo. Y ese eras tú; antes Albino Luciani, ahora Juan Pablo I. Y tú había marchado
También te podría decir que la Iglesia quedó más huérfana que nunca, más triste que nunca. Que a todos se nos congeló la sangre. Y que todos tardamos un poco más de lo habitual en hacer cábalas y poner y quitar pétalos a la inevitable “rosa de los Papables”. También hubo quien habló de tu muerte y dijo cosas raras, más absurdas todavía. Y en el fondo de los corazones había dolor, había tristeza, mientras que tú, con su sonrisa postrera, nos hablabas de todo ello de fe, de esperanza, de amor… De sonrisa.
Y te enterraron. Fue el día de San Francisco de Asís, el 4 de octubre. No podía ser otra fecha: el patrono de los sencillos y los humildes que guiaba así a la Casa del Padre. El “poverello”, tu “poverello”, el de la hermana vida y el de la hermana muerte, el del hermano sol y la hermana luna, el hermano mayor de los humildes, tu hermano, pues, querido Juan Pablo I, Pedro apenas.
Y te enterraron, sí. Aquel día llovía sobre Roma. El día que te eligieron Papa, la tarde del sábado 26 de agosto, era un día luminoso, como lo fue la mañana del domingo 3 de septiembre, en que comenzabas tu ministerio en la Plaza de San Pedro de Roma. ¿Qué pensarías el 26 de agosto, el 3 de septiembre? ¿Qué pensarías? ¿Qué pensarías en la noche del jueves 28 de septiembre cuando llegó tu hora? Sonreías.
La Iglesia vuelve a sonreír
Y los días pasaron. Las fechas se acercaban. Los nombres de tus posibles sucesores comenzaron a sonar. La vida no se detiene. Se buscaba un pastor que supiera sonreír, esperar y amar como tú. El 14 de octubre los cardenales se reunieron, de nuevo, en cónclave. Dos días después, a las 18,18 horas, una bocanada de aire puro y blanco surcaba el cielo de Roma. ¡Habemus Papam! Media hora después el nombre de la persona que era y que sería: Cardenal Karol Wojtyla, Papa Juan Pablo II. Pasadas las siete y cuarto, más o menos a la misma hora de tu elección mes y medio antes, aparecía en el balcón central de la basílica vaticana el nuevo Papa. Saludaba y bendecía al mundo. También sonreía, aun preso de la conmoción fruto de la elección. Ya tenías sucesor. Ya teníamos Papa.
Y quizás nos olvidamos de ti. El ritmo acelerado de la actualidad y de la vida parecía reclamarlo, aun cuando siempre quedaba la duda: ¿Por qué? ¿Por qué dos elecciones papales en mes y medio? ¿Está diciéndonos algo el Señor? Dios siempre habla. Y nos olvidamos de ti, aunque a algunos les dio por la martingala de hacer cábalas sobre tu muerte… En cualquier caso, ¿sabes?, Juan Pablo II también sonreía, esperaba, amaba y llenaba el corazón de alegría.
Al paraíso
Y hoy, querido Juan Pablo I, leyendo tus cartas, mi pensamiento se vuelve a ti. Además –ya te lo dije antes- hoy 1 de noviembre de 1978. Ya habrías cumplido 66 años. Ahora lo cumples en el cielo. Porque hoy, 1 de noviembre, solemnidad de Todos los Santos, es tu fiesta. Seguro.
Y es que, Ilustrísimo señor, querido Juan Pablo I, apenas Pedro, a ti se puede aplicar aquello que cuentas en la página 186 de tu libro. Es la carta que diriges a Santa Teresita de Lisieux. Trata de un irlandés que estaba dudando ante su salvación y cuando se presentó a Cristo y le trajo el bagaje de su vida, el Señor le dijo:
-- “… estaba triste, decaído, postrado, y tu viniste a verme y me contaste unos chistes que me hicieron reír y me devolvieron el ánimo. ¡Al paraíso!”.
Pues eso, querido Juan Pablo I, ilustrísimo señor, durante al menos treinta y tres días le diste a este mundo nuestro, tantas veces triste y decaído, esperanza, alegría y… un sonrisa. ¡Al paraíso!
Acabo ya. Pero me permíteme una petición: qué no te olvides de nosotros y que la proyección de tu sonrisa y de tu esperanza siga iluminando nuestro corazón y nuestros caminos.